El pasado jueves, la sala 16 Toneladas de Valencia se llenó de emoción, intensidad y oscuridad de la buena. Fue una noche para dejarse llevar, de esas en las que más que ver un concierto, lo atraviesas por dentro. Dos bandas, Shibuya y Apsides, compartieron escenario y una misma manera de entender la música: como algo que remueve, que duele, pero que también cura.

Shibuya abrieron la noche presentando su nuevo trabajo, Bravura y firmamento. Desde Ryoga dejaron claro que lo suyo va más allá de tocar canciones. Lo que crean son atmósferas, ambientes densos donde cada capa de reverb, cada pausa, cuenta. Árbol caído y Gibosa creciente fueron pura introspección, como si te susurraran algo que no sabías que necesitabas oír. Y Aria, tan delicada como demoledora, emocionó por su sensibilidad, como una herida abierta expuesta con cuidado. En Tráquea los gritos desgarradores no sonaron como una pose, sino como una forma de soltar todo lo que se acumula dentro. Cerraron con Enfermo, y lo que quedó después fue ese silencio denso que solo aparece cuando algo ha calado hondo.

Después, Apsides tomaron el relevo con una propuesta que quizá es más melódica en apariencia, pero igual de intensa. Presentaron Nuevos trazos y ofrecieron un concierto sólido y muy cuidado. Temas como DrowningParásitos o 404 destacaron por su fuerza, pero también por ese trasfondo de tristeza y furia contenida. En El abismo y Epitaph se creó una conexión real con el público, de esas en las que no hace falta decir nada porque todo ya está dicho en la música. Y Wake Up Call fue el final perfecto: una sacudida, como una última llamada antes de volver a la realidad.

Fue un concierto de los que no se olvidan fácil. No hubo pogos ni coros masivos. Solo emoción, tensión y belleza. Y la sensación, al salir, de que algo dentro se ha movido. Aunque duela. Aunque justo por eso.