La noche del viernes 10 de Octubre en la Sala Apolo de Barcelona se convirtió en un auténtico ritual sonoro, una travesía emocional que nos llevó desde la introspección más delicada hasta la catarsis más luminosa. El cartel lo encabezaba Alcest, pero el verdadero inicio del viaje lo marcó Bruit, una revelación inesperada que dejó huella en todos los presentes.

Los teloneros, Bruit, se presentaron como una entidad casi fantasmal, envueltos en sombras y contrastes lumínicos que parecían coreografiados al milímetro con su propuesta musical. Sin artificios ni pistas pregrabadas, apostaron por una interpretación completamente en vivo, lo que añadió una capa de autenticidad y vulnerabilidad a su actuación.

El set comenzó con Ephemera, una pieza que se desliza entre lo etéreo y lo apocalíptico, construida sobre capas de cuerdas que se entrelazan con texturas electrónicas sutiles. Le siguió The Intoxication of Power, un tema que se siente como una denuncia silenciosa, una sinfonía de tensión contenida que estalla en crescendos emocionales. El violín y el chelo, ejecutados con una precisión casi quirúrgica, se fundían con los sintetizadores y la percusión en una amalgama sonora difícil de clasificar: post-rock, música contemporánea, ambient, todo y nada a la vez.

Clément Libes, visiblemente emocionado, tomó el micrófono para agradecer al público barcelonés por recibirlos en su primera visita a la ciudad. Fue un momento íntimo, sincero, que reforzó la conexión entre banda y audiencia. Bruit no solo abrió el concierto: abrió un portal hacia una sensibilidad distinta, una forma de escuchar que exige atención plena.

Tras un breve interludio, las luces se atenuaron y el murmullo expectante del público se transformó en un silencio reverente. Alcest subió al escenario envuelto en una atmósfera onírica: humo flotando como niebla, luces tenues en tonos azulados y violetas, y dos macetas de flores que flanqueaban el espacio como guardianes simbólicos de un universo paralelo.

El motivo de la gira era presentar Les Chants de l’Aurore, su más reciente trabajo discográfico, y lo hicieron con una elegancia que rozaba lo cinematográfico. Komorebi abrió el set con su delicado arpegio, evocando la luz que se filtra entre las hojas de los árboles. L’Envol le siguió como un vuelo ascendente, con guitarras que se expanden como alas y una percusión que marca el pulso de un corazón que despierta.

Uno de los momentos más emotivos fue Flamme Jumelle, una composición que mezcla dulzura melódica con disonancias que rasgan el alma. Las notas suaves se entrelazan con riffs distorsionados, creando una sensación de dualidad constante: belleza y dolor, claridad y confusión.

El repertorio también incluyó joyas de su discografía anterior. Écailles de lune – Part 2 fue recibida con vítores, y su crescendo final provocó una ola de aplausos que parecía no tener fin. Protection y Kodama, dos de las favoritas del público, elevaron la energía de la sala a niveles casi místicos. Los coros espontáneos y las palmas sincronizadas demostraron la devoción de los asistentes, que acompañaron a Neige y compañía con una entrega total.

Neige, líder y alma de Alcest, se movía por el escenario como una figura espectral, casi sin mediar palabra entre canciones. Su presencia, sin embargo, lo decía todo: cada gesto, cada mirada, cada acorde parecía abrir una puerta a mundos paralelos. Su voz, a veces susurrante y otras veces desgarradora, actuaba como hilo conductor de una narrativa que no necesita traducción.

El cierre llegó con Autre Temps, una elección perfecta para concluir el viaje. La canción, con su melancolía luminosa, dejó a la sala suspendida en un estado de contemplación. Fue un adiós sin palabras, un abrazo musical que se quedó flotando en el aire mucho después de que las luces se apagaran.

La propuesta escénica de Alcest fue minimalista pero profundamente simbólica. Las luces suaves, el humo envolvente y los elementos naturales como las flores creaban un entorno que invitaba a la introspección. No hubo grandes discursos ni gestos teatrales: la música hablaba por sí sola, y lo hacía con una elocuencia que pocos artistas logran alcanzar.

La noche en la Sala Apolo fue mucho más que un concierto. Fue una experiencia sensorial, un viaje emocional, una ceremonia de sonidos que nos recordó que la música puede ser un refugio, un espejo y una puerta hacia lo invisible.

Alcest

Bruit