No sorprendo a nadie si empiezo diciendo que corren tiempos difíciles. Las actitudes individualistas que nos otorga un sistema tan baratero como lo es el capitalismo se traducen en gente aglomerándose en grandes multitudes habiendo fuera una pandemia que, de tener dos dedos de frente y un poco de autocontrol, no hubiese dejado las cifras de muertos y gente que, de forma perenne, sufrirá las secuelas de tan dichoso bichito. Más allá de esto, se concibe la realidad social como algo cada vez más atomizado, más extremo. La gente no tiene miedo de mostrar sus pensamientos y actitudes asquerosas (hablo de machismo, racismo, transfobia…) ante, repito, un sistema que se cae a pedazos por su propio peso y que parece que quiere arrastrarnos a todos sin hacer distinciones de quien es mejor o peor, quién ha sido más decente, quién actúa mejor o cómo de lleno tienes el bolsillo.
Dicho esto, que poco tiene que ver con lo musical, hoy me gustaría hablaros de algo muy concreto, que es la desigualdad en el mundo de la música.
Empezaré hablando de clasismo. Para quien no esté familiarizado con el término: el clasismo es una tendencia que se nos inculca de mil maneras distintas, mediante la cual se muestra una actitud discriminatoria de uno o varios sujetos hacia otros elementos. Este concepto se aplica, sobre todo, entre clases sociales. Es decir: se es clasista si se piensa superior a otros por, por ejemplo, tener más dinero o mejor disponibilidad de recursos. Obviamente la música no queda exenta de todo esto.
Y es que es habitual encontrar a gente hablando con palabras en tono carmesí de lo bueno que es el rock antiguo en comparación con el de ahora, del daño que está haciendo el reggaetón en la juventud o el típico argumento (que no por típico se convierte en cierto) de que ya no se hace música como la de antes. Y más triste es ver como personas a las que tenías una cierta estima caen en estas mismas falacias carentes de sentido y fundamento. Me explico:
Para empezar, debemos entender que la música no es ni mejor ni peor. El sentido y magnitud que le damos se forma a raíz de nuestra propia construcción cultural y eso es algo totalmente subjetivo y distinto en cada persona. La percepción que tenemos de distintas bandas o géneros no es sino un constructo en el que han intervenido muchísimos factores como lo pueden ser el entorno en el que hemos crecido o nuestra propia biología. Hemos de tener en cuenta también que la cultura y los procesos de la misma, lo queramos o no, nos van a dirigir hacia derroteros lo cuales se nos han asignado prácticamente al nacer. Y esto no es algo exclusivo de la música, sino que se puede aplicar a prácticamente todo. Todo es político y, por supuesto, la música no es menos en este sentido. Digo esto porque ya hemos vivido un proceso de eurocentrismo en la música en la cual el “culto” quedaba relegado a sonidos y melodías propios del hombre blanco de unos siglos atrás. Mediante el academicismo y la incorporación a estudio de músicas tradicionales de todo el mundo pudimos dejar atrás esos ideales rancios e interesados más propios de un académico de la RAE de olor a puro y perfume rancio que de persona con dos dedos de frente.
Y es que el hecho de vivir en un sistema con falta de muchísimas infraestructuras para cubrir las necesidades humanas nos lleva inevitablemente a la desigualdad, a ser siempre los mismos quienes pagan los platos rotos (la gente pobre) y sobre quien recae la mayor parte de la culpa (gente racializada, mujeres, personas del colectivo LGTB…). Esta dinámica, que lleva siglos reproduciéndose y que siempre cambia de forma revolución tras revolución, se traduce de forma muy visual. Por ejemplo: las mujeres, y en especial las racializadas, son las encargadas del trabajo doméstico, ya sea remunerado o no remunerado. La falsa concepción de una igualdad en materia de género y raza no es sino un espejismo del propio sistema que viene apoyado por los grandes medios de comunicación, aportando mentiras o, en su defecto, medias verdades al asunto como decir que la desigualdad de sueldo se está corrigiendo (insisto, es mentira, y más a nivel global) o que las personas racializadas son más propensas a realizar actos que conlleven abuso en mayor o menor medida, desde robos hasta asesinatos, pasando por las violaciones. No hace falta indagar mucho en fuentes oficiales para desmontar estos prejuicios. Se nos muestra también que las mujeres negras son las más jóvenes en entrar en el mercado laboral y las últimas que salen, donde tampoco es difícil imaginar la precariedad, el abuso laboral y el limitado acceso a una educación de calidad para ellas y sus congéneres a la que se ven forzadas. A casi nadie le gusta salir de su zona de confort mental para enfrentarse a sus propias lógicas o a aquello que le han enseñado de pequeño. Es el propio sistema quien protege y ampara a aquellos que se queden en pensamientos que no excedan ciertos límites con el fin de seguir alimentándolo. Ya lo dijo Celie Johnson en la película El Color Púrpura: “Soy negra, soy pobre y puede que fea, pero gracias a Dios ¡aquí estoy!”
Relativo al tema racial y machista, es en el tema del reggaetón donde me gustaría hacer mayor hincapié puesto que, a nivel personal, es el tema más propenso a echarme las manos a la cabeza y a pedirle a cualquier fuerza cósmica o instancia legal que, por favor, paren esos dedos y bocas de soltar estupideces que rozan lo colosal. Y es que merece un aparte. Que se hable de machismo en las letras del reggaetón y no del machismo inherente a un género que históricamente ha sido practicado por hombres en casi su totalidad dice mucho de quién sigue siendo la clase dominante, cuál sigue siendo el patrón. Ser hombre o tocar metal no te convierte automáticamente en más o menos machista, pero mientras que la industria pop está llena de “Madonnas” (y en el cual también es fácil desenvolverse siendo hombre), el mundo del rock, metal y la música “dura” ha quedado relegado al privilegio masculino, invisibilizando al colectivo femenino y LGTB que, parece, están empezando a flotar gracias a la visibilidad y trabajo de mucha gente.
Hablo también de que se puntúan los excesos en un lado y en el otro parece que no tuvieran relevancia. Desde portadas de Manowar, letras de los Rolling o Loquillo y los Trogloditas… parecen estar exentos de toda polémica por váyase usted a saber (lo sabemos perfectamente, es de lo que estamos hablando aquí ahora mismo). No hace falta irse a bandas pretéritas o hablar de canciones en concreto, muestra también son las propias actitudes de estas bandas o del público que las sigue. Por poner un par de ejemplos rápidos: todos recordamos el revuelo que se armó cuando, en 2013, detenían a Tim Lambasis, vocalista de As I Lay Dying por contratar a un sicario para que asesinara a su ex pareja, acusación que reconocía al año siguiente, siendo condenado a 6 años de cárcel y saliendo a los 3. No hace falta que nos vayamos tan lejos: en septiembre de 2020 se condenaba a Yosi, líder de la banda Los Suaves, por coacción a su ex pareja, condena que se tradujo en trabajos comunitarios y 8 meses sin acercarse a la víctima. El 31 de mayo de 2014 se celebraba el RockFest en Kansas, EEUU. Durante la actuación de la banda Staind se tuvo constancia de un acto repugnante que, prácticamente seguro, todos hemos visto alguna vez, y es que una chica de 15 años haciendo crowdsurfing fue violentamente manoseada por una buena cantidad del público masculino asistente. La banda paró el concierto y amenazó a los asistentes con señalarlos la próxima vez que hiciesen algo parecido instando a los allí asistentes a, literalmente, echarlos a patadas del recinto. Five Finger Death Punch tocaron un poco más tarde y aseguraron dejar de tocar y bajar directamente a enfrentarse con quien hiciese algo similar.
Y no, no es algo que estemos lejos de superar. La cosificación de la mujer es algo transparente y cristalino en la música, precisamente, porque todos y todas nos hemos criado en un entorno patriarcal. Es por eso también que las comparaciones son odiosas y que, tanto en la vida real como en la música, todo depende del contexto y las dinámicas que se mantienen, refuerzan o caen con el paso del tiempo.
El choque cultural entre la generación de nuestros padres y la actual actúa de perfecto asustaviejas. Un ejemplo claro, volviendo al reggaetón, es el tema del perreo. La visión judeocristiana que tanto ha condicionado a occidente nos deja términos tan desfasados como lo son la virginidad y todo lo que lo envuelve. El perreo es, quizá, la muestra más clara de esto. No son pocas las personas que menosprecian y se creen superiores a otras por no practicarlo o no verle sentido. Y no es ese el problema. El problema que lo envuelve termina traduciéndose en actitudes vejatorias hacia quienes lo practican, miradas por encima del hombro que dicen más de quien critica que de quien lo practica. El perreo supone la liberación del cuerpo. Sus raíces, junto a las del reggaetón, se sitúan en los barrios pobres de Panamá y Puerto Rico, países donde la desigualdad socioeconómica es bastante más pronunciada que en occidente. La musicóloga Laura Viñuela dice que “hay más de racismo que de machismo. Se está demonizando a los latinos con el argumento de que vienen a pervertir a nuestros jóvenes”.
Ligar machismo y reggaetón como un solo ente es erróneo antes y, sobre todo, ahora. Artistas femeninas del mainstream que practican este tipo de géneros, también mezclados con el pop o sonidos y ritmos latinos, dejan mensajes claramente enfocados al empoderamiento femenino. Un ejemplo cristalino lo encontramos en la frase “si no puedo perrear, no es mi revolución” del dúo lesbofeminista Torta Golosa, en el cual se revela que la verdadera emancipación femenina viene ligada a la liberación del cuerpo y la sexualidad. Es este último concepto sobre el cual se cimenta la batalla moderna entre los avances en materia feminista y el patriarcado. La música, y en especial el reggaetón, pone de relieve los cada vez más claros enfrentamientos entre una sociedad que se cae por sus propias contradicciones y el otro lado que habla, escucha y aprende de todo aquello que hemos ido aprehendiendo a lo largo de los últimos años y es que, en estos últimos, la relación heteropatriarcal sobre la que se cimenta el sistema capitalista se pone sobre debate cada día de forma más intensa.
Vayamos a otro asunto, y esto es algo que, particularmente, siempre me ha llamado mucho la atención. He visto a muchísima gente pavonearse de gustarle ciertas bandas (siempre ligado al rock y al metal). No es nada malo estar orgulloso de tus gustos, tienes derecho a disfrutar la música como buenamente te salga de dentro. El problema viene, como he comentado párrafos atrás, cuando lo utilizas como ataque hacia otros sectores. No es difícil ojear Twitter y encontrar a gente que te compara a leyendas del metal clásico con la música latina actual. Esto, además de enfocarlo de manera totalmente descuidada, sin un contexto correcto y con un enfoque que se ha sacado en el momento del mismísimo perineo con el único afán de despotricar, se basa en aquello que es, repito, subjetivo y dependiente de factores que no podemos controlar. Es por eso que la absurdez alcanza su máximo exponente cuando, además de hacer comparaciones poco acertadas e ilógicas, se autoproclaman amantes de la música underground sin haber mencionado un solo grupo entre esos favoritos que baje del millón de reproducciones mensuales en cualquier plataforma o que no salga en RockFM. Parece haber un cierto encanto entre el pollaviejismo por ver quién la tiene más grande mencionando a bandas tan poco conocidas como Black Sabbath, Led Zeppelin, The Beatles o Metallica. Y no, amigo o amiga, no estás descubriendo la panacea. Si has crecido con esa música es lógico que la consideres la mejor, es algo que está perfectamente estudiado en psicología, lo que no tiene fundamento alguno es que tengas que pisotear otros géneros, ya sean latinos, pop de radios o metal moderno, para proclamar a la música que entra dentro de tus gustos como “la mejor de todos los tiempos”.
No quiero terminar el artículo despotricando de nadie, pero sí que hay algo que debemos comprender como consumidores de música que somos, algo tan simple como esto: no somos mejores que nadie. Todos somos capaces y tenemos derecho a disfrutar la música, sea cual sea. La sensación de disfrutar un buen solo de rock, una canción de death metal plagada de blast beats y riffs épiquísimos o bailar una buena cumbia pertenece al mismo mecanismo que es el de disfrutar de unas melodías y ritmos que nos hagan fluir en sintonía con el universo y nosotros mismos. Creerse superior a alguien por no saber disfrutar de tu género favorito no solo es despreciable, sino que, como he hablado a lo largo del artículo, no tiene sentido alguno. Disfrutemos de la música, bailémosla, dejémonos el cuello, pongámonos la radio para escuchar las mismas canciones una y otra vez todos los días, pero siempre respetando los gustos de los demás.
Me encantó tu opinión.
Saludos